Strogonoff aéreo.

Muchos dicen que la comida de avión no merece el título de comida, que soló es una excusa para engañar el estomago durante el vuelo. Que hasta la cantidad es poca a propósito, porque nadie comería más que lo que cabe en esa bandejita.
Puede que tengan razón, pero los que dicen eso, jamás probaron el pollo al strogonoff de Atlantic International.

Esta línea aérea comezó, como su nombre lo indica, conectando ciudades de uno y otro lado del Océano Atlántico. Tiempo despúes, el mundo globalizado se encargo de que Atlantic International haga vuelos por encima del resto de los océanos. Con un mínimo de nueve horas de viaje, estaba garantizada una comida, ya sea almuerzo o cena. Y por cada almuerzo o cena, existía una posibilidad de recibir una porción de pollo a la strogonoff.

Se dice que el éxito de esta empresa aérea multinacional se debe, en gran medida, a unos simples trozos de pollo envueltos en una salsa suculenta.

En lugar de la típica pregunta: ¿Qué se va a servir? ¿Pollo o pastas? Las azafatas pasaban levantando pedidos preguntando: ¿Pata o muslo?

Por esta época fue que Jaqueline Vouguen comenzó a trabajar como asistente a bordo.
Siempre impecable, con su traje color caqui y su sonrisa llena de dientes. Parecía una gazela gesticulando dónde quedaban las salidas de emergencia. Con la dulzura de una chica de unos veintipocos años, recien cumplidos.

El momento de la comida era su preferido por dos cosas: porque la gente le agradecía y la felicitaba como si el pollo hubiera sido fruto de sus propias manos. Al prinicipio, su reacción era explicar que ella no tenía nada que ver, que en todo caso, ella se iba a encargar de comunicar el halago a la cocinera. Pero con el tiempo, cambió las explicaciones por agradecimientos y se hizo cargo completamente de todos los créditos. Al fin y al cabo de alguna u otra manera, era ella la fuente de donde provenía tan preciado manjar.

La segunda causa por la cual el momento de la comida era el mejor del viaje, era básico y simple. Después de servir a todos los pasajeros, es el momento de comer para los tripulantes. Los compañeros de vuelo de Jaqueline iban cambiando, las charlas también. Algunas eran más divertidas, otras simplemente se trataban sobre en cuántas ciudades había estado cada uno. Charla que para Jaqueline, era una competencia absurda enmascarada de cordialidad. Nadie quería saber en realidad donde había estado el otro, sino ver donde no había estado, para entrar con el comentario:
-“¿Cómo?, ¿no fuiste a Bangladesh? no te lo puedo creer. Si no fuiste a Bangladesh, no viste nada. Allá es otra cultura, otros valores y se come de bien!”
Cada vez que escuchaba estas frases, ella pensaba: - “Esta se hace mucho la viajera y apuesto que no salió del aeropuerto y la comida de la que tanto habla, seguro venía en bandeja y con el logo de Atlantic International.”

De todas maneras, ninguna charla era mala, mientras hubiera pollo al strogonoff de por medio. Jaqueline disfrutaba mucho el aroma, la espesura de la salsa, el punto jugoso del pollo.

Con tanta cantidad de vuelos y destinos, es moneda corriente en este tipo de rubro que entre los tripulantes aéreos se pidan favores. Se cubran unos a otros, algo asi como: hoy voy a Madrid por vos y mañana vas a Hamburgo por mi.
Habitualmente, la persona interesada en cambiar de destino, lo hace para ir a uno más exótico, o uno donde tiene algún amante o amigo para ir a visitar.
En el caso de Jaqueline, si tenía que elegir entre, Tokio o Sidney, elegía el vuelo que venía con pollo.

Así fue que de Paris voló a Bruselas, de Bruselas a Florida, de Florida a San Francisco, de San Francisco a Hawai y de Hawai a Seul, de Seul a Mumbai, Mumbai a Estambul y de Estambul a Paris. Siempre siguiendo la ruta del pollo. Quien conoce la historia de Jaqueline Vouguen, piensa que es una persona cerrada a probar nuevas cosas. Lo que no saben, es que en cada destino, Jaqueline iba en búsqueda de un plato que supere en su podio personal al pollo al strogonoff. Le dio chances a los mejillones de Bruselas, cenó kim chee en uno de los mejores restaurantes coreanos en Seul y también se dejó tentar por el Khorma en Mumbai. Pero ninguno como de estos superaba al pollo degustado a treinta mil pies de altura.
Cuando terminó de dar la vuelta, se dió cuenta que entre vuelo y vuelo fue ganando horas y al final del viaje había ganado todo un día. Un día de vida. Tal como en el cuento del viaje en globo. Esto le causo gracia y comenzó a hacerlo como rutina. Repitió ese itinerario semanalmente durante meses. Siempre hacia el Oeste, siempre ganando horas y siempre disfrutando de su pollo al strogonoff.

Al año y medio habia ganado un mes. Y así siguió, buscando vuelo cada vez más largos, sin escalas, casi en linea recta. Mientras menos conexiones, más rápido estaría ganando horas.
Los vuelos largos e incomodos que nadie quería, eran los preferidos por Jaqueline.
Asi fue que modificó su ruta para viajar de Paris a New York, de New York a Seattle, de Seattle a Tokio y de Tokio a Paris.
Cada vez que volvía a Paris sentía que volvía a casa y allí se quedaba una semana.
Pasaron los años y su colección de horas, días y meses llegó a veintitres meses, quince días y ocho horas. Casi dos años de vida ganados. Dos años. Esto la estimulaba cada vez más.
Es sabido que en la profesión de los asistentes aéreos, la juventud es casi un requisito. Nunca nadie vió una asafata vieja.

Este último pensamiento repicaba en la cabeza de Jaqueline. Cada vez que estaba en tierra, sentía como su cuerpo envejecía segundo a segundo. Porque no estaba viajando hacia el Oeste, porque no estaba ganando horas, porque estaba perdiendo el tiempo. Su carrera contra el tiempo era diferente a la de las demás mujeres, ella no necesitaba de cremas antiarrugas, ni pilates, ni liftings, ella sólo necesitaba volar.

Así fue que un día, exactamente un quince de Septiembre, decidió tomar una medida drástica: Paris-Vancouver, Vancouver-Shangai, Shangai-Paris. Sin escalas, sin demoras. Tres vuelos, de ocho horas cada uno, seguidos, siempre ganando horas, siempre hacia el Oeste. Llegó a Paris en lo que tarda un día y había ganado casi la misma cantidad de horas. El tiempo no pasó, al menos para ella. Siguió siendo quince de Septiembre, al menos para ella.

Ese quince de Septiembre, que para el resto del mundo era dieciseis, Jaqueline Vouguen descubrió que para ser azafata, sólo tendría que mantenerse joven y para mantenerse joven, solo tendría que seguir siendo azafata.
Ella continúa trabajando en Atlantic Intertational, viajando de Paris a Vancouver, de Vancouver a Tokio y de Tokio a Paris. Siempre impecable, con su traje color caqui y su sonrisa llena de dientes. Pareciendo una gazela gesticulando dónde quedaban las salidas de emergencia. Con la dulcura de una chica de unos veintipocos años, recien cumplidos.
Y siempre esperando con ansias el momento de la comida, para disfrutar su pollo a la strogonoff.