Las inacreditables historias de Gonzalo Gonzáles Taboada: Investigador Culinario. Vol. 1.


Hoy es el cuarto día de la expedición, Taboada está exhausto, el frío y el viento son inaguantables. A cada paso la cima parece más lejana. De noche en su carpa de uno cuarenta por dos metros, sueña con su colchón, su cama, su cuarto, su dos ambientes, su calle Rincón, su Constitución, su Buenos Aires.
Qué lejos se ve todo eso, aún más lejos que el monasterio de Drepung. Taboada es un tipo solitario. Se podría decir que no es el más sociable del mundo. Mucho se debe a que cada vez que conoce a alguien, sabe que le van a preguntar a qué se dedica.

Porque la leyes sociales así lo establecen. En cualquier evento social, cuando te presentan a alguien, lo primero que preguntan es en nombre y lo segundo nunca es si coleccionas llaveros, ni si tenías un amigo imaginario en la infancia o si algunas vez intentaste ir hasta uno de los extremos de un arco iris a ver que había. Taboada siempre pensó que cualquiera de esas respuestas cumpliría mejor el objetivo de conocer más a una persona. Pero no, la gente nunca hace preguntas de ese tipo. Siempre quiere saber cual es tu profesión. Y explicar eso para Taboada no es tarea fácil.

Taboada sabe de comida, pero no es chef. Sabe aplicar el proceso científico pero no trabaja en un laboratorio. Busca la verdad, pero no es un abogado.
Es un investigador privado, pero no deja que nadie lo contrate.
El trabaja sobre sus instintos. Sus sentidos. Su estomago.

Gonzalo Gonzáles Taboada es investigador culinario. Y de los mejores. Siempre está atrás de una pista. Su olfato es sigiloso y su lengua puede diferenciar la manteca de la margarina con solo lamer el envoltorio. Uno de sus casos más conocidos fue encontrar a Michael Whitaker, bisnieto de Dorothy Whitaker, quién fue no más ni menos que la primera en tirar un fideo contra un azulejo para ver si estaba pronto. Taboada es un tipo que llega a las fuentes. Dentro de su curriculum también se encuentra el caso Soviético. En el cual, en plena guerra fría, logró descubrir que la ensalada rusa, en Rusia se llama ensalada primavera.

El caso que hoy lo deja sin dormir comenzó a más de un año. Taboada estaba en su despacho investigando sobre una tribu indígena del noroeste de África, quienes desarrollaron una mutación genética que les permite cortar cebolla sin largar una lágrima. El caso no era tan jugoso, pero Taboada sabía que si lograba capturar el ADN de uno de estos indígenas, transformarlo en una solución y envasarlo, vendería millones. Eran más de las tres de la mañana, Taboada se encontraba trabajando en el caso Lagrimales Inmunes cuando recibió un sobre por debajo de la puerta. Se apresuró a abrir las ocho cerraduras, pero cuando salió al pasillo ya era demasiado tarde. El mensajero misterioso se había ido. De vuelta en su escritorio, Taboada abrió el sobre. Dentro tenía un papel con una sola línea escrita:

- “El mejor asado no habla castellano.”

Al principio Taboada pensó que era una broma, hasta soltó una carcajada. Pero dejó de lado el sobre y continuó investigando sobre los antillorones del África.
Una semana pasó hasta recibir el segundo sobre. De la misma manera miseriosa y a la misma hora. Esta vez la frase decía.

- “El mejor asado es chino.”

El segundo sobre confirmaba el primero. Hasta le daba más pistas. Taboada ya no podía hacer la vista gorda, debía investigar.

A primera hora de la mañana se tomó el colectivo que va por Av. Libertador. Se bajó una antes, caminó un poco, sacó la entrada, comenzó a recorrer el parque, a darle de comer a los peces y a entrevistar a algunos trabajadores del lugar.
Solo después de tres horas se dio cuenta que estaba en el Jardín Japonés, no Chino, y que allí no iba a conseguir muchas pistas. Así que decidió salir inmediatamente hacia una zona que seguro le sería más fructífera.

Se bajó en Barrancas de Belgrano y comenzó a caminar por el barrio Chino. Recorrió todos los restaurantes y para no despertar sospechas, comió un plato en cada uno. En total comió más de dos kilos y medio de arroz y treinta y dos empanaditas chinas. Pero en ningún menú había Asado.

Volvió a su departamento de la calle Rincón, a descansar un poco porque el sueño post comida se estaba adueñando de él. Antes de llegar a la casa, pasó por el videoclub cercano y se alquiló todas las películas de Van Dam, como para entrar en clima con el caso. Después de ver la primera media hora de película, durmió quince horas seguidas, que fue más o menos lo que tardó en hacer la digestión. Lo despertó un golpe en la puerta con otro sobre.

- “El mejor asado es chino, chino. De China, posta.”

Medió dormido todavía habló solo:
-“Claro, ¿cómo no me di cuenta antes?, tengo que ir para allá cuanto antes.”

Al otro día fue a la tintorería de la cuadra a hablar con su amigo Javier. Javier era su nombre argentino, que le dieron cuando inmigró a mediados de los noventas. Taboada le contó de los sobres y Javier se ofreció a darle el contacto de su primo que trabajaba en la embajada China en Buenos Aires a cambio de un lavado a seco de la ropa que Taboada llevaba puesta. Cosa que le pareció razonable y además le venía bien, porque sabía que en el mundo burocrático tener buen aspecto, ayuda.

Así fue que llegó a la embajada preguntando por el primo de Javier. Explicó el caso y en menos de dos horas tenía la visa y un pasaje ida y vuelta. Resultó ser que el primo de Javier era un amante del asado criollo y necesitaba saber tanto como Taboada si la hipótesis era verdadera.

El vuelo duró treinta y tres horas y veintidós botellitas de vino tinto. Finalmente el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Shangai. A Taboada no le gusta esperar por su valija, así que decidió viajar con equipaje de mano. Tomó un autobús que lo llevó al centro de la ciudad. Los nombres de las calles eran imposibles pronunciar, por lo que Taboada llegó al hotel gracias a su poder de comunicarse con ademanes.

Después de tomar una ducha, bajó al lobby del hotel y preguntó sobre un restaurant que sirvan el mejor asado del mundo. El funcionario del hotel quedó perplejo, gritó algunas palabras en Chino señalando hacia la puerta para que se vaya. Taboada así lo hizo y tras caminar unas cuadras, escuchó un timbre de bicicleta. Al principio no prestó atención. El segundo timbrazo estaba cada vez más cerca, Taboada decide hacerse a un lado de la calle. El tercer timbrazo ya le molestó, cuando se dio vuelta para insultar a quien sea, la bicicleta lo atropelló. Taboada, la bicicleta y el chino cayeron para lados diferentes. Taboada enfurecido se levantó para golpearlo, cuando lo tenía de las solapas de la camisa, el chino soltó una palabra:

- “Asado.”

Taboada detuvo su puño a mitad de camino y el chino repitió.

- “Asado, asado.”

“Sí, asado! ¿Qué sabes de eso pibe?” Evidentemente lo que sabía muy poco de español, por lo que le hizo señas para que lo siguiera. Taboada lo siguió hasta el fin de la calle, dobló a la derecha, luego a la derecha y luego a la derecha, llegando al mismo lugar donde estaban. Lo cual hizo enfurecer todavía más a Taboada. Cuando lo agarro nuevamente de las solapas, el chino dijo.

- “Es para despistar.”

Luego golpeó una puerta cuatro veces y maulló tres. La puerta se abrió, una escalera los llevó hasta un sótano oscuro y con goteras. El chino entró a una puerta y le dijo a Taboada que espere en el pasillo. Taboada no entendía mucho, pero su olfato le decía que estaba en el camino correcto. Después de unos minutos la puerta se abrió y Taboada entró a una habitación más oscura y con más goteras aún. La única luz apuntaba al rostro de un anciano vestido de kimono que estaba intentando atrapar un grillo con un hisopo.

- “Típico, pronosticaron lluvia y yo me dejé el paraguas en casa.” Dijo Taboada para cortar el hielo.

- “Bienvenido Sr. Taboada. Siéntese por favor. Escuché que usted está buscando algo.”

- “Sí, ¿quién es usted? ¿Qué sabe del asado?”

“- Calma Sr. Taboada. Todo a su tiempo. Si quiere respuestas, va a tener que ganárselas.”

- “¿Ganármelas? ¿A qué se refiere?”

El viejo sacó un mazo de cartas y dijo:

- “Un partido a treinta, sin jardinera. Cortá, vos sos mano.”

Taboada seguía atentamente las manos del anciano, no sea cosa que le vengan a meter la mula justo a él.
Recibe las cartas: Un tres de oro, un siete falso y un sota.
Juega el sota.
El anciano canta envido. -“Envido-envido.” Apura Taboada. El anciano no se arriesga y la deja pasar. Dos puntos para Taboada. El anciano juega un tres y un seis de copas. – “Truco, quiero retruco, quiero.” Taboada coloca las dos cartas una exactamente encima de la otra. El anciano corrobora con su dedo que la carta de abajo mata su seis. Taboada sonríe. “- Quiero vale cuatro.” Taboada miró profundamente en los ojos del anciano. No podía ver mucho por la falta de luz y el agua cayendo del techo sobre su frente.
–“Quiero.” El anciano jugó las cartas sobre el mazo. Primera mano, seis puntos para Taboada.
En la segunda mano el anciano ligo tanto y Taboada tres sotas. El partido fue más parejo de lo pensado. Taboada ganando por cinco, después el ansiando entrando a las buenas con tres punto arriba por un vale cuatro no querido. Así llegaron a estar veintisiete a veintinueve.
Le tocaba repartir a Taboada. El anciano sonríe con la primera, con la segunda y no tanto con la tercera. El chino juega un seis de basto. Taboada canta envido. – “Real envido. Falta envido. Treinta y tres. Me ganaste de mano.” El anciano se levantó para festejar su victoria mostrando sus cartas, sin recordar que solo había ganado un punto que era lo que separaba a Taboada del triunfo. El anciano dejó ver sus otras dos cartas: un siete de copas y un caballo. Taboada sonrió. Los suyos eran de espada y además tenía el ancho.
Entre llantos, el anciano explicó a Taboada como llegar al monasterio de Drepung, en lo alto del Tíbet.

En el cuarto día de la expedición, Taboada está exhausto, el frío y el viento son inaguantables. Taboada y el chino, que se ofreció a acompañarlo a cambio que le enseñe a jugar al truco, continúan subiendo la cuesta. Una ráfaga de viento golpeó la montaña. El cielo se despejó y entre dos nubes apareció el monasterio. La cara de Taboada se iluminó. Sabía que estaba cerca. Infló su pecho de aire. Olía a verdad.

Llegaron al monasterio justo a la hora del almuerzo. Una vez dentro, el chino hizo las veces de traductor. El monje les dio las bienvenidas y los invitó a comer con ellos.
Taboada aceptó. – “Preguntale que hay de comer.” El chino preguntó y recibió la respuesta con una sonrisa. Taboada no precisaba saber más.
Entraron al salón comedor. El olor a carbón, humo y carne invadían el recinto.
A Taboada se le hacía agua la boca. Lo que había sido un murmullo de gente ahora era silencio. Todas las miradas estaban sobre Taboada y su compañero de viaje. Ellos saludaron y se sentaron a la mesa. La primera porción de asado fue para el monje principal, la segunda para Taboada. No lo podía creer. Lo que podría ser el mejor asado del mundo estaba frente a sus ojos. Dio el primer bocado. El punto justo, cocido y hasta medio crocante por fuera, jugoso por dentro. Tal como lo decía la carta. Taboada no necesitaba masticar para que la carne se deshaga en su boca. Fue ahí cuándo se dio cuenta que solo había tenedor y cuchara para comer. Cualquier cuchillo estaba de más. Taboada comió su porción y pidió repetir tres veces. Era verdad, todo era verdad. La textura, el aroma. Nunca había comido un asado así. Era una verdadera explosión de sabor. Cuando estaba terminando su tercer plato, sonó una campanada. Todos en el recinto se levantaron y miraron hacia la puerta de la cocina, Taboada también. Las puertas se abrieron y salió un monje gordo con un delantal blanco manchado de grasa y cenizas. Ante el gesto de reverencia de todos sus compañeros, el monje gordo dijo:

- “Un aplauso para el asador, no sean culeados.”

La ovación fue masiva.
Para la sorpresa de Taboada el asador era el gordo Toti, un cordobés de Río Tercero, que se había rajado de la Argentina justo antes del quilombo del corralito.

Los dos se quedaron entre Fernet y Fernet, contando cuentos hasta altas horas de la noche. Así fue que Taboada desmitificó que el mejor asado del mundo en verdad era chino, pero de Río Tercero.




Fotografía: Damián Nuñez.

Risotto del tiempo.

Esta, es la historia de María Angélica Muñóz. Una historia de poco presente y mucho pasado.

María Angélica es, o era, o es (más adelante en el relato, darán cuenta de porqué es difícil establecer tiempos verbales cuándo se habla de ella.) una mujer que vive de los recuerdos.
Todos tenemos una tía que relata siempre las mismas anécdotas, hasta cuenta los mismos chistes una y otra y otra vez, chistes de los cuales todos estamos obligados a reírnos como si fueran nuevas, por simple cortesía.

Ella es la típica persona que afirma, con total seguridad, que todo tiempo pasado fue mejor.
Que antes los políticos eran menos corruptos, que los chicos respetaban a sus mayores y que todavía quedaban costumbres.

El gusto musical, los libros de su biblioteca y las películas preferidas de María Angélica se puede resumir en una palabra: Clásicos.

María Angélica no se subió nunca a la era digital, no tiene ni mail, ni ciberamigos y la letra @ no llegó a entrar en su diccionario.
Sin embargo un artículo fruto de la era moderna sí entró en su mundo. Un producto de la tecnología sí logró ser parte de su día a día. No ha sido el lavavajillas, ni la multicheff, ni el microondas. Todos estos electrodomésticos no hacen más que adelantar los procesos y que el futuro llegue más rápido de lo debido. Quién conoce a María Angélica, sabe que ella no dejaría nada de eso entrar en su cocina.

Pero cuándo le informaron que existía un aparato que hacía que los productos se mantuvieran su estado natural durante más de seis meses, que lograba que el tiempo quedara estanco, como si apretase el botón de pausa en la video-cassettera, no pudo resistir a la tentación.
Así fue que María Angélica se compró su primer freezer.

Fotos, videos, grabaciones, todos estos recuerdos no eran comparables con lo que María Angélica podía conseguir con un freezer.
Ella quería sentir y para eso tenía que conectarse con más de dos sentidos.

Él que dice que nunca fue arrastrado a un lugar y un momento en el pasado gracias al aroma de un plato o a una cucharada de postre, miente.
¿Quién no vivió esas milésimas de segundos en que creés volver a ese instante de niñez, que tras un suspiro, se desvanece?

Así fue donde María Angélica encontró la solución a su necesidad de revivir lo vivido. En la comida. Pero no era cuestión de aprender recetas y repetirlas, ya que todas tienen su secreto y la mano de quién la prepara.

María Angélica se dio cuenta que congelar comidas era una posibilidad de revivir lo que quisiera cuando quisiera, sin depender de nadie.
Todo empezó con el cumpleaños de su hija de 15, sobraron varias porciones de la tradicional torta rellena con dulce de leche, crema y frutillas. Descongelarla luego de 2 años era como revivir su entrada al salón con ese vestido y las flores, los tíos sacando fotos, las lagrimas de las abuelas, el vals, el carnaval carioca, todo.
Lo mismo sucedió con el risotto de habas y tomates confitados que cocinó para el trigésimo aniversario de bodas con Nestor. O con el lomo a la pimienta que preparó el día que se enteró que iba a ser abuela.

Muchos rotulan los tupper en el freezer con el nombre de la comida, como para no terminar descongelando un sabayón para acompañar un pollo, creyendo que es un puré de papas.
María Angélica en cambio, coloca fechas, como si fueran vinos en una bodega. Esperando a que los recuerdos se añejen.
Mientras algunos congelan las sobras de cada día, como una buena manera de contribuir a la economía del hogar, María Angélica convirtió a la parte de arriba de la heladera, en una máquina del tiempo.

La posibilidad de encontrarse una y otra vez con la comida que había preparado tiempo atrás, con el mismo sabor, la misma textura y frescura, seducía tanto a María Angélica que empezó a cocinar de más, sólo para congelar y seguir recordando.

Descongelar masas exclusivamente en horno; no congelar preparaciones con huevo duro; envolver el pan en papel absorbente pasar unos segundos en microondas y luego darle un toque de horno para que parezca recién horneado; saber que se puede descongelar y volver a congelar carnes cuando cambian de estado; son algunos de los tantos conocimientos que le permitieron congelar cada vez más y terminaron por obsesionarla.

Gracias a esa obsesión de congelar fue que María Angélica tuvo un consuelo el día que Nestor murió.
Fue trágico y dramático para toda la familia, en especial para ella.
Pero cuándo todos lloraron hasta secarse los ojos de lágrimas, cuándo todos dijeron grandes palabra sobre su hombre y compañero de vida. Cuándo ya todos le dieron el pésame. Cuándo se encontró de nuevo en casa poniendo la mesa para ella y una silla vacía, fue que se dio cuenta.

María Angélica fue hasta el living, puso una canción de Rita Pavone, descorchó un vino, abrió el freezer y descongeló una pequeña porción del risotto de habas para cenar una vez más, con su amado Nestor.

Café Vs. Té.



Entra el Turco al bar, saluda levantando la ceja al Omar atrás de la barra. Omar ni pregunta y empieza a preparar un café corto con una gota de leche.
El Turco da una panorámica y controla. La fauna del bar es la de costumbre.

Está la mesa de los timberos, siempre con la trifecta fija y siempre pidiendo fiado. La mesa de los Rusos, en la que todavía se habla de que Ballester era un reino que no dió cierto.
Más atrás la mesa del Topo con la minita de turno. Esta vez era una gringa, rubia, alta y de ojos verdes. Fea como la mierda la pobre, pero igual era rubia, alta, gringa y de ojos verdes. El Topo es uno de esos tipos que no importa si es linda o fulera, el tema es como la contás.

Finalmente se sienta en la mesa del fondo, contra la ventana que da a la calle Belgrano.
¿Qué hacés Turco? Da las bienvenidas el Chala.
El turco saluda como pasando lista en una clase de primaria.
Chala. Patineta. Miguel.
A Miguel nunca le encontraron un buen apodo. Una vez le quisieron poner Pitirosporum Ovale, porque apareció de extra en una propaganda de shampoo. Pero era un apodo demasiado largo. El Turco decía siempre un apodo tiene que ser lo sufucientemente corto para para jugar al fútbol. Imaginate, entre que decís Pasala Pitirosporum Ovale, pasala que estóy solo, al Miguel le sacaron la pelota diez veces. Encima que el Miguel nunca fue un centroforward agraciado con el don de la habilidad. Pitirosporum Ovale duró menos que un pedo en una canasta. Miguel. Corto y consiso. En todo caso, el problema lo tendrá el próximo Miguel que quiera entrar al grupo.

Llega el Omar y le pone el café corto con una gota de leche.
El Turco se disculpa y dice.
¿Sabés que Omar? hoy me voy a tomar un Té.
¿Qué te pasa Turco? ¿Estás enfermo? Arremetió el Patineta.
No boludo, ¿por qué?
¿Comiste algo que te cayo mal? Siguió preguntando el Chala.
No, simplemente me levanté con ganas de tomar Té. ¿Qué pasa? ¿No puedo?
¿Y con el café que hacemos? Pregunto antes que se enfríe el Omar.
Dejá que me lo tomo yo. El Turco anda medio mariconeando, viste? Saltó el Miguel.
Qué mente cerrada que son ustedes, no lo puedo creer viejo.
Qué culo abierto serás vos querrás decir. El Miguel andaba inspirado.
Lo que ustedes no entienden, es que el Té es una simple víctima del marketing.
¿Qué carajo hablás Turco?
De verdad les digo.
Acaso, decime vos, ¿en qué momento el Té le perdió la pulseada al café?
No se, desde siempre.
Yo se cuando fue. Hubo un día, el día en que se puso de moda tomar un café después de comer. Ese día el Té cagó la fruta. Pensalo, el Té es mucho más digestivo que el café.

¿Alguna vez probaron un Té Negro de Ceylan con trocitos de jengibre, maracuya, durazno y pétalos de girasol?
No y por dos razones, porque no soy puto y porque no soy puto.
Otra vez con eso.
Pero Turco, el café se toma después de comer para que no te agarre la modorra.
Eso, el café tiene cafeina, ves Turco.
Y el Té también.
JA! Claro, el Té, cafeína, justo! Solto el Chala golpeando la mesa y buscando risas complices con la mirada.
El resto entró en la duda.
Todos sabían que el Turco era un tipo documentado. Desde siempre estuvo inscripto en la Readers Digest y se pasa viendo el Discovery. Era difícil argumantarle al Turco.

Bue, esa te la dejo pasar Chala. Sigamos. Lo que les decía. Es todo marketing.

Pero por ejemplo, ¿por qué el boliche no se llama Té el Urbión? Eh? Yo te voy a decir porqué. Porque si se llamara Té el Urbión, esto estaría lleno de viejas jugando Rummy.
Esa es verdad Turco, al Té el Urbión no vengo ni en pedo.

Claro muchachos, ahora ya está, las cartas están echadas. No da para cambiar la historia. Pero hay que verlo con otro ojos, criticar a los estandartes sociales. Tener una opinión formada. No es por hacerme el distinto, ni el místico, ni nada. Es una cuestión de gustos.

Para mi que a vos te gusta hacerte el señorito francés. Inentó hacer un chiste el Chala.
Chala, es la segunda. El Turco perdía la paciencia contra la ignorancia del Chala. Al final no se puede hablar de un tema serio con ustedes.
Para mi el Té es como tomar agua sucia con sabor. Arremetió el Miguel.
El turco entre risas comenta: Ah claro, y el café es mondongo con papas.
Si bueno, pero no es lo mismo che. Café es café.

El Patineta, que hasta entoncés era el más callado se decidió a dar su opinión.
Turco, sabés porque no da tomar Té?
Se acomodó en la silla y empezó su teoría.

Imaginate que estás en la calle, te miroteas con una mina en el bondi. Ella sonríe, vos te hacés el intersante.
¿Es morocha la mina?¿está buena? Pregunta el Chala.
¿Qué importa Chala?
Necesito saber, para entender bien el cuento tengo que saber los detalles.
Bueno, si, está buena. Entonces. Ves que toca el timbre y…
¿Y… es morocha?
Daaaale Chala, dejalo seguir con la idea.
Ta bien, ta bien. Solo quiero dejar en claro que yo me estoy imaginando una morocha.

Bueno Chala, el tema es que te hacés medio el gil, te bajás en la misma parada, lo de siempre, empezás un dialogo casual, de tráfico, que kilombo de la ciudad, que el clima.
Ves que la cosa va bien. Sentís la vibra. Al patineta le encanta hacer este tipo de entre para decir las cosas. Ella es intrigante pero no rara, piola pero no atorranta, bohemia pero no hippie.

Y morocha. Agrega el Chala.

El Patineta sin hacer caso continúa. Te engató. Ella está en sintonía. Ella se está riendo, tenés chances. Lo sabés. Estás confiado. Vos podés. Estás como querés. Caminás a dos metros del suelo. Y en ese momento de gloria, te decidís y das el paso:
Escuchame linda, porque no me das tu telefono y nos juntamos a tomar un Té?

¿Sabés el boleo en el tujes que te mete la mina? ¿Te das una idea, Turco?

El Turco respiró hondo como para empezar argumentar algo. Pero se quedó cayado.
Me cagaste Patineta, esta vez me cagaste. Sentenció el Turco. Y ahí nomás el Patineta le hizo señas al Omar para que traiga 4 cafés.




Fotografía: Alexandre d´Albergaria.

Strogonoff aéreo.

Muchos dicen que la comida de avión no merece el título de comida, que soló es una excusa para engañar el estomago durante el vuelo. Que hasta la cantidad es poca a propósito, porque nadie comería más que lo que cabe en esa bandejita.
Puede que tengan razón, pero los que dicen eso, jamás probaron el pollo al strogonoff de Atlantic International.

Esta línea aérea comezó, como su nombre lo indica, conectando ciudades de uno y otro lado del Océano Atlántico. Tiempo despúes, el mundo globalizado se encargo de que Atlantic International haga vuelos por encima del resto de los océanos. Con un mínimo de nueve horas de viaje, estaba garantizada una comida, ya sea almuerzo o cena. Y por cada almuerzo o cena, existía una posibilidad de recibir una porción de pollo a la strogonoff.

Se dice que el éxito de esta empresa aérea multinacional se debe, en gran medida, a unos simples trozos de pollo envueltos en una salsa suculenta.

En lugar de la típica pregunta: ¿Qué se va a servir? ¿Pollo o pastas? Las azafatas pasaban levantando pedidos preguntando: ¿Pata o muslo?

Por esta época fue que Jaqueline Vouguen comenzó a trabajar como asistente a bordo.
Siempre impecable, con su traje color caqui y su sonrisa llena de dientes. Parecía una gazela gesticulando dónde quedaban las salidas de emergencia. Con la dulzura de una chica de unos veintipocos años, recien cumplidos.

El momento de la comida era su preferido por dos cosas: porque la gente le agradecía y la felicitaba como si el pollo hubiera sido fruto de sus propias manos. Al prinicipio, su reacción era explicar que ella no tenía nada que ver, que en todo caso, ella se iba a encargar de comunicar el halago a la cocinera. Pero con el tiempo, cambió las explicaciones por agradecimientos y se hizo cargo completamente de todos los créditos. Al fin y al cabo de alguna u otra manera, era ella la fuente de donde provenía tan preciado manjar.

La segunda causa por la cual el momento de la comida era el mejor del viaje, era básico y simple. Después de servir a todos los pasajeros, es el momento de comer para los tripulantes. Los compañeros de vuelo de Jaqueline iban cambiando, las charlas también. Algunas eran más divertidas, otras simplemente se trataban sobre en cuántas ciudades había estado cada uno. Charla que para Jaqueline, era una competencia absurda enmascarada de cordialidad. Nadie quería saber en realidad donde había estado el otro, sino ver donde no había estado, para entrar con el comentario:
-“¿Cómo?, ¿no fuiste a Bangladesh? no te lo puedo creer. Si no fuiste a Bangladesh, no viste nada. Allá es otra cultura, otros valores y se come de bien!”
Cada vez que escuchaba estas frases, ella pensaba: - “Esta se hace mucho la viajera y apuesto que no salió del aeropuerto y la comida de la que tanto habla, seguro venía en bandeja y con el logo de Atlantic International.”

De todas maneras, ninguna charla era mala, mientras hubiera pollo al strogonoff de por medio. Jaqueline disfrutaba mucho el aroma, la espesura de la salsa, el punto jugoso del pollo.

Con tanta cantidad de vuelos y destinos, es moneda corriente en este tipo de rubro que entre los tripulantes aéreos se pidan favores. Se cubran unos a otros, algo asi como: hoy voy a Madrid por vos y mañana vas a Hamburgo por mi.
Habitualmente, la persona interesada en cambiar de destino, lo hace para ir a uno más exótico, o uno donde tiene algún amante o amigo para ir a visitar.
En el caso de Jaqueline, si tenía que elegir entre, Tokio o Sidney, elegía el vuelo que venía con pollo.

Así fue que de Paris voló a Bruselas, de Bruselas a Florida, de Florida a San Francisco, de San Francisco a Hawai y de Hawai a Seul, de Seul a Mumbai, Mumbai a Estambul y de Estambul a Paris. Siempre siguiendo la ruta del pollo. Quien conoce la historia de Jaqueline Vouguen, piensa que es una persona cerrada a probar nuevas cosas. Lo que no saben, es que en cada destino, Jaqueline iba en búsqueda de un plato que supere en su podio personal al pollo al strogonoff. Le dio chances a los mejillones de Bruselas, cenó kim chee en uno de los mejores restaurantes coreanos en Seul y también se dejó tentar por el Khorma en Mumbai. Pero ninguno como de estos superaba al pollo degustado a treinta mil pies de altura.
Cuando terminó de dar la vuelta, se dió cuenta que entre vuelo y vuelo fue ganando horas y al final del viaje había ganado todo un día. Un día de vida. Tal como en el cuento del viaje en globo. Esto le causo gracia y comenzó a hacerlo como rutina. Repitió ese itinerario semanalmente durante meses. Siempre hacia el Oeste, siempre ganando horas y siempre disfrutando de su pollo al strogonoff.

Al año y medio habia ganado un mes. Y así siguió, buscando vuelo cada vez más largos, sin escalas, casi en linea recta. Mientras menos conexiones, más rápido estaría ganando horas.
Los vuelos largos e incomodos que nadie quería, eran los preferidos por Jaqueline.
Asi fue que modificó su ruta para viajar de Paris a New York, de New York a Seattle, de Seattle a Tokio y de Tokio a Paris.
Cada vez que volvía a Paris sentía que volvía a casa y allí se quedaba una semana.
Pasaron los años y su colección de horas, días y meses llegó a veintitres meses, quince días y ocho horas. Casi dos años de vida ganados. Dos años. Esto la estimulaba cada vez más.
Es sabido que en la profesión de los asistentes aéreos, la juventud es casi un requisito. Nunca nadie vió una asafata vieja.

Este último pensamiento repicaba en la cabeza de Jaqueline. Cada vez que estaba en tierra, sentía como su cuerpo envejecía segundo a segundo. Porque no estaba viajando hacia el Oeste, porque no estaba ganando horas, porque estaba perdiendo el tiempo. Su carrera contra el tiempo era diferente a la de las demás mujeres, ella no necesitaba de cremas antiarrugas, ni pilates, ni liftings, ella sólo necesitaba volar.

Así fue que un día, exactamente un quince de Septiembre, decidió tomar una medida drástica: Paris-Vancouver, Vancouver-Shangai, Shangai-Paris. Sin escalas, sin demoras. Tres vuelos, de ocho horas cada uno, seguidos, siempre ganando horas, siempre hacia el Oeste. Llegó a Paris en lo que tarda un día y había ganado casi la misma cantidad de horas. El tiempo no pasó, al menos para ella. Siguió siendo quince de Septiembre, al menos para ella.

Ese quince de Septiembre, que para el resto del mundo era dieciseis, Jaqueline Vouguen descubrió que para ser azafata, sólo tendría que mantenerse joven y para mantenerse joven, solo tendría que seguir siendo azafata.
Ella continúa trabajando en Atlantic Intertational, viajando de Paris a Vancouver, de Vancouver a Tokio y de Tokio a Paris. Siempre impecable, con su traje color caqui y su sonrisa llena de dientes. Pareciendo una gazela gesticulando dónde quedaban las salidas de emergencia. Con la dulcura de una chica de unos veintipocos años, recien cumplidos.
Y siempre esperando con ansias el momento de la comida, para disfrutar su pollo a la strogonoff.

Vidriera

Con ustedes las celebrities que pasaron por nuestro espacio en la muestra de Off en vivo.
Gracias a todos!




La niña que nació de un guiso. (Versión prosa)

- “Fijate cada veinte minutos si está listo.” Eso le había dicho Vero y eso recordaba con humor a cada hora que pasaba. Mira el calendario y no lo puede creer. Las primeras tres semanas se le pasaron sin darse cuenta. Como era invierno, con frío y lluvia, ni ganas de salir a la calle le daban. Además la novela se ponía interesante capítulo a capítulo. Y la novedad de las novelas enteras en DVD, le despertó una adicción absurdamente moderna. Sólo tenía que ocuparse de vez en cuando de revolver la preparación.

Martina no era buena cocinera, tampoco le interesaba serlo. Cuando se mudó con Javier, hizo un primer intento y probó suerte con un curso de cocina fácil, esos que arrancan desde “Para prender la ornalla…”, pero el sólo hecho de pasar una hora preparando algo que se come en diez minutos, le parecía extraño.

Martina siempre siguió los consejos de su amiga al pie de la letra, tanto los culinarios como los consejos de pareja. Después de todo, fue gracias a ese pollo a la barbacoa que conquistó el corazón de Javier.

- “Dale tiempo para que salga en su punto justo” Otra de las frases de su amiga. En su cabeza, cada minuto que pasaba, podía ser el último. Sin importar cuanto había pasado. O mejor dicho, sí, teniendo en cuenta todo el tiempo que había pasado, porque mientras más tiempo esperaba, menos tiempo iba a esperar. Eso la esperanzaba y no la dejaba ni siquiera poner sobre la mesa la hipótesis de abandonar la cocción a la mitad.

Mientras espiaba impaciente esa gran cacerola, Martina se enredaba con sus propios pensamientos. Veinte minutos. Ni uno mas, ni uno menos. ¿Cuántas veces en su vida se había sentido presa del tiempo? Muchas. Este era un ejemplo más de que finalmente, el tiempo termina definiendo el resultado.

A la semana número diecisiete Martina empezó a medir el tiempo en secciones de veinte minutos, cada vez que el reloj, marcaba los veinte minutos, Martina miraba el horno. “Pucha digo, todavía no está” y vuelta a poner el relojito.

Para esta altura, Martina se había mudado a la cocina. Tener la cama mas cerca del horno la hacía estar atenta y poder cada veinte minutos, revolver la preparación, poner el reloj otros veinte minutos y volver a dormir, sin salir de la cama.

Con el tiempo ella se empezó a notar un poco más gorda, pero pensó que era a causa del sedentarismo. Hacía semanas que no se separaba de al lado del horno.

- “Minutos más sale seco, minutos menos, crudo.”Enredada pensaba en como el tiempo iba resolviendo su vida. Por estos tiempos ya empezaba a sentir cosas diferentes, aparte de movimientos extraños en su cuerpo y dolores que no entendía de donde venían.

Había seguido todas las indicaciones de Vero, picó cebolla, morrón, puerro, champignones, hongos, reahogó todo en una cacerola, le agregó lentejas, caldo de verduras, puré de tomates, laurel y unas arvejas.

Constantes sentimientos encontrados.Por momentos se enojaba. Por momentos estaba feliz.Se encontró irritada, gritando barbaridades a un vecino que tenía la música fuerte, para minutos después pedirle que suba el volumen de ese tema de The Cure que tanto le gusta.

Muchos hubieran abandonado en la semana número treinta y dos, pero no Martina. Ella sentía para ese entonces, como un inexplicable sentimiento de protección empezaba a tomar buen porcentaje de su conciencia. Cosa rara en una típica sagitariana independiente.Sentía que esa preparación debía ser protegida, y quien mejor que quien la creó para protegerla.

A la semana número treinta y seis, sentía que algo grande venía. Algo adentro suyo se lo decía. Sonó la alarma del horno. Casi automáticamente se levanto para hacer una vez más el ritual de abrir levantar la tapa, revolver, poner el reloj y volver a la cama. Antes de entrar en la cama, se distrajo viendo algo en la ventana. No por la ventana, sino en la ventana. Su reflejo.Hacía meses que no se veía en un espejo.

El primer grito fue del susto, porque pensó que estaba viendo a una extraña. El segundo fue porque se dio cuenta que se estaba viendo a ella misma. La panza, la cara, las piernas, los brazos, los hombros, la cintura, todo hinchado. Al borde de la desfiguración. Increíblemente hinchado. El tercer grito fue de dolor. Una puntada gigante dobló a Martina al medio. Su respiración se agitó de golpe, sus pulsaciones superaban ampliamente lo normal. Transpiraban sus manos, su frente, su vientre. No pudo más que tirarse en la cama de piernas abiertas.El aire estaba enrarecido, el calor empaño todos los vidrios de la cocina. Otra puntada aún más fuerte que la primera y la mitad de una uña se le saltó, haciendo fuerza para aguantar el dolor. Martina no sabía que estaba pasando. El oxigeno en esa cocina no era suficiente para dejarla pensar. Con la tercera puntada sonó la alarma del horno. Se escuchó un nuevo grito en forma de llanto, que ya no era de ella, sino que venía del horno. La preparación estaba lista.