EUFORIA DE CHOCOLATE.



Esa noche finalmente, él la había invitado a cenar.
Dudó mucho, tal vez de más.
Ella no iba a aceptar, pero algo fuerte le decía que tenía que ir.
Ella también dudó. Tal vez de más.

Él empezó batiendo a blanco 6 huevos con 130 grs de azúcar. Ella llenó su bañadera, puso música y comenzó un baño que duraría 38 minutos. Él puso a baño maría 500 grs de un buen chocolate con 250 grs de manteca. Ella jugó con la espuma. Se hizo peinados, hizo burbujas, se sintió niña. Él fue fundiendo el chocolate con la manteca, mezclando con una cuchara de madera, haciendo ochos, moviendo ligeramente la cintura. Ella se puso perfume en los lugares de siempre: el cuello, el pecho, las muñecas y en las rodillas.
Él unió las dos preparaciones anteriores, le agregó crema, leche y harina en forma de lluvia. Ella se aseguró de que esa noche la cosa no iba a pasar a mayores. O sea no se depiló, a proposito. Él llevó la preparación al freezer durante 15 minutos, para que tome cuerpo. En paralelo enmantecó y enharinó moldes individuales y los llevó a la heladera, para que tomen frío y la preparación luego no se le pegue.
Ella eligió los mejores zapatos. Él mezcló de forma pareja y pausada, cuidando de que la crema no se corte. Ella se cambio de ropa 7 veces. Finalmente se decidió por lo primero que se había probado. Quería estar linda, pero no tanto. Él llenó los moldes y los puso en el horno que estaba a 230º. Supo que a los 8 min el Fondant estaba en su punto justo, cocido por fuera, pero apenas crudo por dentro.
Ella está lista. Él preparó todo.

La cena transcurrió rápido. El preparó algo moderado y fácil de comer, cosa de llegar rápido al postre. Charlaron de música, viajes, viejos amores. Ella se rió de sus chistes por compromiso. Él la veía más linda. Ella se sintió cómoda como hace mucho no lo estaba. Él lo tenía todo pensado.

Ella probó el postre.
Algo empezó a manifestarse dentro de su cuerpo. El chocolate parecía frío y caliente a la vez. Con la segunda cucharada una sensación extraña ocurrió en la punta de sus dedos. La tercera hizo que se aceleraran las pulsasiones, sus púpilas se dilataran, llego a sudar un poco.
Recordó una voz diciendo: ¨el chocolate estimula la sensación de euforia, y aumenta los sentimientos de amor y romance.¨
Definitivamente algo le estaba pasando. Ella lo miró directamente a los ojos.
Se miraron intensamente. Las palabras sobraban hace rato. Él se acercó cada vez más, ella cada vez más confundida tomo otra cucharada y cuando levanto la vista, sus bocas estaban cercanas.
Los nervios, o quizás la confusión, o seguramente las dos cosas, hicieron que ella se levantara, pidiera disculpas y saliera a la calle, todo antes que él se diera cuenta lo que había ocurrido.

Ella, decidió hacer el postre en su casa. Sola, para ver si revivía ese revoloteo que sintió esa noche y confirmar así la teoría sobre los efectos del chocolate o ver si era que algo le estaba pasando con él.
El postre se llamaba “volcán de chocolate”. Después averiguando descubrió que su verdadero nombre es “fondant au chocolat”, un tradicional postre francés.

Ella empezó batiendo a blanco 6 huevos con 130 grs de azúcar. Él seguía tratando de entender lo que había pasado, revisando cada paso de su receta. ¿Qué había salido mal? Ella puso el chocolate y la manteca a baño maría. Él llamo a un amigo, y le contó lo sucedido buscando un consejo. ¿qué debería hacer? Ella sintió una especie de cosquilleo recorriendo su cuerpo cuando el chocolate empezó a despegar su dulce aroma. No era igual de intenso que en la cena, pero algo había empezado a suceder. Él llamo a una amiga, le contó lo sucedido, en busca de un consejo. ¿Qué debía hacer? Ella vió como de a poco empezaron a mezclarse los colores, se empezó a divertir. A ver como las diferentes texturas se juntaban para formar una nueva. Él decidió darle un tiempo. Ella se dio cuenta de que estaba hecho por que al pincharlo con un palillo este salió un poquito húmedo.
Lo acompaño con helado de pomelo, lo comió apenas salió del horno, como debe ser, sino pierde la gracia.
Lo probo. Se dio cuenta en la primera cucharada. Esta vez no dudo. Lo llamó. Quedaron en verse esa misma noche. Colgó el telefono y empezo a depilarse. Por las dudas.




Foto: Cintia Saul.

AMASA EMOCIONES.


Era un día gris.
En realidad no llegaba a recordar el exacto color del cielo, tal vez algún rayo de sol se asomaba, pero para Ema, definitivamente era gris.
Una extraña mezcla de sentimientos convivían en su cuerpo, no lograba descifrar cuál prevalecía sobre los demás. Necesitaba definir su estado anímico del día. Era confuso. Era gris.
No podía quedarse quieta, necesitaba hacer algo con todo lo que tenía adentro, debía canalizarlo, pero ¿cómo? El no entenderse del todo le imposibilitaba decidir que rumbo tomar. Se tiro en la cama. Prendió la tele.

Cambiaba de canal, esperaba dos segundos y volvía a cambiar. Sin siquiera saber si le interesaba lo que había. Se detuvo cuando vio a unas manos robustas amasando sobre una fría mesada de mármol. La fuerza y pasión que ponían en cada uno de sus movimientos le llamó la atención. Empezó a sentir la conexión que tenían esas manos robustas con su masa, como se iban hundiendo en la preparación. De repente, las manos tomaron la masa y empezaron a dar fuertes golpes contra la mesada. ¿Qué querría decir eso? Parecía estar enojado, desquitándose de algo. Luego al escucharlo aprendió que para que ese futuro pan tenga la textura perfecta necesitaba de algunos buenos chirlos.
Ema encontró que hacer. Iba a amasar un pan por primera vez en su vida.

Quería sentir esa conexión con la masa, quería involucrarse, ser parte de ella, agregarle su condimento, su pizca de ser.
Tomo nota de la receta y empezó.
Armó un volcán con harina y lo ahueco en el medio. Luego colocó en el centro la levadura previamente hidratada en agua tibia y una nada de azúcar, agregó medio vaso más de agua tibia y dos cucharadas de aceite de oliva. Espolvoreó los bordes del volcán con sal y algún que otro condimento que encontró por ahí. Empezó a desarmar el volcán, de adentro hacia fuera, integrando los ingredientes líquidos con los secos. Su mano actúaba como un remolino. A medida que la preparación lo pedía, le echaba más agua si era necesario.

Cuando empezó a amasar recordó al señor robusto y le puso el mismo ímpetu. Empezaba a sentirla, empezó a sentir esa sensación que pudo percibir a través de la pantalla. Amasó por diez minutos. Es totalmente necesario amasar un buen rato, pensó. Luego empezó con los golpes. Golpeaba, golpeaba, amasaba. Amasaba y golpeaba contra la mesada otra vez. Sentía que con cada golpe que daba iba soltando todos y cada uno de los sentimientos molestos que daban vueltas dentro suyo. Luego volvió a amasar. Dejó leudar la masa sobre una tabla de madera, tapada con un repasador durante unos minutos, hasta que dobló su volumen. Luego la aplasto, estiró y colocó los ingredientes que tenía a mano, en este caso aceitunas fileteadas con ajo, romero y nueces picadas. Las puso en el medio de la masa, la enrollo y armó un bollo. Lo colocó en una placa aceitada y empezó a aplastarlo para que este tome la forma rectangular de la placa. Lo llevo a un horno moderado por treinta/cuarenta minutos. Ya se sentía conectada con otros sentimientos, sentía un libre fluir dentro de su cuerpo, una energía que renacía, que se liberaba. Empezaba a percibir los rayos de sol de ese día gris.

Una vez listo convirtió al pan en focaccias. Espero que se enfríe, lo corto en finas rodajas y las tostó. En ese momento sonó el timbre. Eran su hermana y el novio. Recién llegados del cine, risueños y enamorados. Mientras ellos contaban lo hermosa que había sido la película. Ema les ofreció de su pan. La parejita de tórtolos solo interrumpían su relato para besarse o comer. Sin darse cuenta, entre los dos se comieron todo el pan. Ema ni llego a probarlo. El relato de la película estaba llegando a su parte crítica cuando algo en el aire comenzó a cambiar. Su hermana y su cuñado empezaron a sentir una extraña mezcla de sentimientos conviviendo en su cuerpo. Ya no había tanta alegría en el ambiente. Empezaron a discordar sobre detalles de la película, luego surgió una discusión sobre el arte contemporáneo, seguido de una escena de celos. El cuñado de Ema decidió irse. Dió un portazo, por las dudas.

Cuando Ema le preguntó a su hermana que le pasaba ella solo contestó:
¨No se que me pasa. Venía de un hermoso día, pero de un momento a otro, todo está mal, todo está gris.¨




Fotomontaje: Malena Soto.

ALIVIO CREMOSO.



¿Cómo reconfortar el alma cuándo duele tanto?
Ese dolor tan sutíl pero tan intenso a la vez.
Lo localizo, sé donde está pero cuando quiero atraparlo para abrazarlo y calmarlo se escapa en forma de lágrimas, gritos o actos impulsivos que pasan el filtro de lo normalmente permitido por mi “yo”.
Así se sentía Raquel. Hace más de un año.
Como buena Ingeniera Química que es, se le ocurrió que a través del calor podía disolver aquella profunda dolencia. Al entrar en contacto con altas temperaturas podría llegar a producir una reacción química que la haga evaporarse.
¿Y si le pongo un paño caliente como cuando duele el pecho? ¿Aliviará?, pensó. Probó y no, el calor no llegaba a sobrepasar su dermis.
El dolor seguía ahí. Firme.
Mirándola directo y fijo a los ojos.
Trayéndole imágenes que lo hacían crecer cada vez más y más.
Necesitaba alejar ese dolor de su alma, quería liberarla, dejarla volar nuevamente.
Se cansó y decidió desafiarlo.
Se paró frente a él y lo enfrentó: Quiero conocerte, saber todo de vos, aceptarte dentro mío y una vez que te tenga asumido te voy a vivir más intensamente que nunca. Te voy a sentir en cada parte de mi cuerpo, hasta voy a dejar que te diviertas un buen rato con mi mente. Y cuando estés cansado de tanto explorarme se que vas a rendirte y finalmente desaparecer.
Fue a la biblioteca de su querida facultad y revolviendo entre viejos libros llenos de infinidad de fórmulas descubrió un antiguo texto que se llamaba “Química para sentir”, eso era lo que buscaba, alguna vez había oído hablar de aquel libro del cual tantos incrédulos se reían.
Buscó en la “D” de Dolor y encontró la receta de una sopa. Decía actuar a modo de pócima mágica que al ingerirla iba al centro del dolor, lo atrapaba, se fundía con él y lo llevaba a través de su caudal a recorrer todo el cuerpo. Exactamente la teoría que había estado imaginando días atrás.
En una gran cacerola de hierro hirvió en agua, zapallo en trozos (calabaza no, zapallo), puerro fileteado, un diente de ajo aplastado, algunos cubitos de verdura y una ramita de canela. Estuvo a fuego moderado durante casi una hora, agregando agua cuando la preparación se lo pedía. Un importante humo lleno de aromas, empezaba a surgir de la cacerola. La fragancia tan particular de la canela, dulce pero confusa, la empezó a introducir en un estado muy particular.
Una vez lista, la proceso con una picadora eléctrica para darle una textura cremosa. Podía agregarle un chorrito de crema de leche para que quede más untuosa aún, pero prefirió saborear los ingredientes en su estado natural.

Se sentó frente a su ventana y empezó a tomarla.
La sopa empezó a recorrerla. Pasó a través de su garganta produciendo una leve sensación de cosquilleo. Bajo hasta el pecho, sintió un fuerte golpe, tan fuerte que tuvo que esperar un poco para dar otro sorbo. Sintió un intenso calor, se llevo la mano al pecho para aliviarlo, la quemaba por dentro. Evidentemente la sopa se había encontrado con el dolor. Sintío esperanza. La mera hipótesis de que el dolor se vaya, la hizo creer que el dolor estaba pasando. Dió un segundo sorbo, esta vez más grande.
Calor, intensidad, fuerza, todo eso la recorría por dentro.
Alivio! El dolor pasó. Pero al instante siguiente, sorprendentemente estaba ahí nuevamente. Intacto. Presente. Fue tan sólo una pausa. De a cucharadas fue intentando matar algo inútilemente. Es que con cada cucharada se sentía mejor, hasta que su boca se vaciaba de sopa y el dolor volvía. Intacto. Presente.
¿De qué sirve el antídoto si sólo cura un instante?
¿Vale la pena tanto trabajo para tan poco alivio?
Si es tan efímero que casi no dura, ¿es realmente un antídoto?

Todas estas preguntas sonaban en su cabeza cuando terminó su sopa y puso a hervir una gran cacerola de hierro, zapallo en trozos (calabaza no, zapallo). Y continuaban ahí cuando pensó que podía agregarle un crema de leche, pero prefirió saborear los ingredientes en su estado natural.
Pues cucharada a cucharada, aunque sea por un segundo, el dolor desaparecía.




Ilustración: Renato Lopes.