Plato del día: Tortilla de hoy.

Cuando todos en el barrio decían que querían ser futbólistas, arquitectos, ingenieros de esos que hacen puentes gigantescos, veterinarios, astronautas, yo en cambio, siempre tuve los pies sobre la tierra.
No se trata de soñar bajo, sino que desde chico me enseñaron a ser realista. A no andar con pavadas, al pan, pan.
Mi viejo era mozo, el viejo de mi viejo, era mozo. Y adiviná que hacía mi tatara abuelo. Mozo.

Más que obligación, en casa nos gusta llamarlo tradición familiar. Algo que va pasando de padres a hijos, puliéndose cada vez más. Porque no cualquiera puede ser mozo.
Antes de seguir, pongamos en claro a que llamo mozo.

Cuando digo mozo, no estoy hablando de un estudiante de abogacía que todavía no le da para entrar a un estudio y se pone el delantal tres fines de semana al mes para pagar los libros. Esos pibes que se la pasan alardeando de lo grande e inteligentes que van a ser y ni siquiera se acuerdan si él de la mesa cuatro pidió los escalopes con fritas o con puré.

Es que hoy por hoy la profesión está muy bastardeada. Pareciera que ser camarero es la changuita que todos hacen mientras consiguen un trabajo de verdad. Como si ser mozo no fuera suficientemente digno.
No hay caso, él que es mozo por compromiso, nunca llega a ser mozo.

Durante mis treinta y dos años de carrera, he visto pasar de todo y más. Futuros médicos, artistas, diseñadores a rolete, psicólogos. Algunos lograron su cometido, a otros, todavía los veo con su delantal en el bar de la otra cuadra. De todos ellos me quedo con los psicólogos.
Por lejos son los que más amor le ponen. Los que más entienden de que va la cosa.
Llegué a la conclusión que los estudiantes de psicología buscan a propósito ser camareros. Casi te diriá que no te dan el título si no atendiste mesas durante el tiempo suficiente. Es que para ellos es como una aula práctica, una pasantía.

Al que es mozo o taxista solo le falta el diploma en la pared y la sala de espera. Pensalo así, no solo escucha tus problemas, sino que te da un trago cuando lo necesitás y encima te lleva a tu casa. No conozco psicolgos que ofrezcan ese tipo de servicio.

La profesión de mozo no es ser un lleva y trae. No se trata de ser un cartero de comida. Sino de brindarle al cliente la experiencia de una atención profesional personalizada en el arte culinaria.
Ser mozo es saberse de memoria el plato del día, es cononcer que vino pega mejor con cada plato, sin prestarle importancia alguna, a que indefectiblemente todos los clientes terminen pidiendo él de la casa.
Es encarar una mesa de dieciocho personas y levantar el pedido a mano limpia, nada de papel y lápiz.

La conversación es un tema aparte. El que es mozo de raza, comienza su trabajo bien antes de abrir el bar. Justo después que se levanta, mientras toma su desayuno, leyendo el diario. Este proceso se basa en dividir la información por temas y sintetizarla a la máxima expresión.
Una vez lograda la síntesis, se agrega un toque humorístico personal, para llegar al chascarrillo prudente. Este tipo de reseña que sin tener la presión sobre sus hombros de ser un chiste, tiene como objetivo que el cliente decore una mueca de labios pegados sobre su rostro, resoplando un minimo - je!

Este proceso es fundamental para lograr un buena convesación con el cliente. Es que llevado a la práctica, un mozo tiene aproximadamente un minuto y veiticinco segundos para saludar, tomar el pedido, analizar al cliente, buscar en su archivo del día la información corresponidente y lanzar el tan estudiado comentario que haga que el cliente espere su comida con una sonrisa.

Muchos piensan que hago esto por la propina. Para mi la propina es pan para hoy, hambre para mañana.
El mio es un plan más a largo plazo. Estoy convencido que la comida con buen humor cae mejor. Es el ingrediente que hace que la milanesa de acá, salga más rica que la del restaurant de al lado, aunque los dos compremos en la misma carnicería.

El otro día me comentaron que hay una moda nueva de bares con mozos que te atienden mal a propósito. Que esa es la onda del lugar.
No entiendo como alguien trabaja toda la semana y llegado el sabado, llama a su pareja, se arregla para salir, tarda horas frente al espejo y entre todos los restaurantes, elije ir a uno en que lo tratan mal.
Lo que si entiendo es que la moda, pasa.

Está claro que la comida ayuda. Por eso elegir el plato del día siempre es un desafío. El plato del día es el protagonista de la película, es la carnada escrita en la pizarra, que invita a entrar, la opción rápida para los indecisos.

Si hay algo que cuido es nunca elegir como tortilla plato del día, cuando el día anterior hubo papas al horno. Jamás.
Hacer eso es como dejar en evidencia el refrite del plato, valga la redundancia. Sería subestimar al cliente, que hace no más de veinticuatro horas vió lo que estaba escrito con letras bien grandes en la misma pizarra.
Para eso, mejor escribir directamente: Plato del día: Las papas que no te comiste ayer.
La tortilla es un plato que hay que saberlo comunicar. Yo casi siempre lo hago en el día después del franco. Como para no dejar lugar a dudas que las papás utilizadas son frescas.

De tantos años entrando y saliendo por esa puerta vaivén, ya se como hay que cortarlas, fritarlas, mezclarlas en un bowl con huevos, ajo, perejíl, cebolla de verdeo, jamón, agregarle sal, pimienta y a la sartén.
Hasta me sé el truquito de la tapa de cacerola para darla vuelta sin que se desarme. Pero el gran secreto de la tortilla es que quede crocante por afuera y blanda por dentro, "babé" como le dicen en Francia.
Cosa que se logra solamente con papas que siempre fueron destinadas a ser tortilla.

La idea de todo esto es lograr una confianza con el cliente, una afinidad.
Porque cliente contento, vuelve y recomienda.
Eso no lo inventé yo. Eso lo sabe cualquiera.

Extrañas Amigas.


Costa Rica, Agosto del 2007.

Querida Sofi,

Tú no me conoces, para ti soy una extraña. Así también lo era para tu madre y sin embargo hoy siento su falta tanto o más que tu. Escribo para contarte una historia que no creo que sepas. Decidí hacerlo por carta, como lo hacíamos en esa época, dejando de lado la impersonalidad del email.
Mis líneas son de nostalgia, de esa que te alcanza en medio de un día como todos los otros, en una parada de colectivo, o tomando un café en un bar. Que cuándo te atrapa, te aprieta el pecho con fuerza. Son unos cuatro o cinco segundos en que la respiración se dificulta, el aire se hace pesado y el dolor como un espasmo de un recuerdo se convierte en agua que sale por los ojos. La misma agua que estaba presente al conocernos con tu madre.

Dos extrañas en un País que ya no era Venezuela. Por lo menos para mí.
Mi vergüenza no me dejaba levantar la mirada del plato que, irónicamente no era ni más ni menos que un arróz con mango.*
Ella se acercó por curiosidad o por principios, aún no lo se. Mi reacción tampoco correspondió a lo acostumbrado y acepté compartir mi mesa con una completa desconocida.

Viendo mis lágrimas ella pudo sentir dentro mío. Sin conocer mi historia, sino sintiéndola.
Desconocida pero tan conocida a la vez. Será que el sentimiento de desarraigo le fue inculcado desde muy chica y pudo entender lo que era sentirse expulsada de la propia tierra.

Cuando muchos podrían haber tenido ese sentimiento de impotencia, que siente uno frente al televisor al ver realidades ajenas, ella lo convirtió todo en una oportunidad para accionar y transformar. Instantáneamente el vidrio de la pantalla se había desvanecido, ya no era una espectadora más. Yo había vivido en Venezuela desde siempre, era mi lugar en el mundo, mi hogar. Todavía admiro la alegría de mi gente, la simpleza de su naturaleza, la espontaneidad en su estilo de vida. Era feliz en ella.
Yo era Venezuela.

Por esos años la realidad comenzó poco a poco a desdibujarse. La libertad que siempre disfruté empezó a chocarse con ciertos límites. Eran épocas difíciles para respetar principios. ¿Cómo se compatibiliza tanta evolución tecnológica, científica, médica, con tanta involución humana?
Era mi tiempo de emigrar. Si quería seguir libre, debía volar, dejando todo lo construido hasta mis 35 años. Así. De un día para otro. El límite era cada día más corto. El tiempo empezaba a sobrar menos.

Las ansias por ayudar de tu madre eran ingenuas. Tenía la intención, el sueño de poder brindarme pero en el fondo sentía que poco podía hacer para transformar algo tan inmenso.

Una vez ella me explicó que de poco sirve limitarse por la inmensidad del desafío, que es mejor afrontar aunque sea de a un granito de arena a la vez, recién ahí todo va a empezar a transformarse. Asumiendo cada uno pequeños compromisos.

Necesitaba irme, ella hizo algo muy chico que en mi vida significó algo muy grande. Me conectó con la persona indicada en el mometo preciso. Pero más allá de eso, me dió una esperanza.
Es verdad, lejos quedaron mi casa, mis libros y mis cuadernos llenos de ideas. Pero hoy tengo nuevos libros, otra casa y los mismos ideales.

Desde ese entonces, casi sin pensarlo busco gente en los bares. Personas con llantos y penas por lavar. Pero los tiempos cambiaron, eso de ser amable ya no se estila.
Será por eso que decidí escribirte a ti, para contarte una verdad que te pueda aliviar la pena.

Me encantaría estar a tu lado, para darte una caricia. Y a mi manera espero haberlo hecho.
Saludos cordiales,

Vane,
una completa extraña.




Basada en hechos reales.

Nota: * En Venezuela, se le llama arroz con mango a un "desorden", a algo que estaba como revuelto o donde la gente se siente perdida, confundida.
Se prepara un pollo desmenuzado al curry con una base de arroz blanco, alrededor se ponen cazuelitas llenas de los siguientes ingredientes para ir revolviendo y probando diferentes mezclas y confundirse en ellas: Pasas de uva, cebolla, maníes, jalea de mango, cebollín, champignones, piña, mango en trocitos, queso y zanahoria.




Ilustración: Elisa Sassi.